Israel como símbolo de la traición centrista en la guerra cultural
Quien piense que esto va solo de Israel se equivoca. Va del tipo de sociedad que queremos ser.

Protestas universitarias pro-Palestina
"Leña al mono que es de goma" dicen en España. Con esa frase se podría resumir el tratamiento que recibe Israel por parte de muchos medios occidentales y de la opinión pública concienciada. Se golpea sin cesar porque, aparentemente, no se rompe. Es el saco de boxeo predilecto de quienes quieren exhibir virtud sin coste. Pero detrás del ensañamiento no hay solo política exterior, hay una guerra cultural. Y lo que se ataca, en realidad, no es tanto a un país como a un símbolo: Israel representa lo que una parte de Occidente ha decidido repudiar. Y lo más doloroso de este proceso no es el odio declarado de los extremos, sino la claudicación silenciosa de los moderados, los centristas, que han vendido su alma a la comodidad de exponer virtud.
La cultura política actual ha sustituido los hechos por relatos. En ese escenario, la desinformación ya no se combate, sino que se selecciona. Se descarta la mentira que no encaja, pero se amplifica aquella que sirve al marco emocional correcto. El relato quiere que Israel sea "genocida". La palabra, tan cargada de historia, se lanza ahora con la frivolidad de un eslogan. Se utiliza sin rigor, sin contexto, sin ninguna consideración por su peso moral. En prime time se puede acusar a Israel de crímenes contra la humanidad sin que el periodista repregunte, sin que nadie se moleste en confrontar datos, cifras, precedentes. Se ha normalizado la idea de que no hay que entender a Israel, solo juzgarlo. Y cuanto más duro y ruidoso sea el juicio, más virtuoso de ve reflejado en el espejo de las redes sociales.
Lo preocupante no es tanto la ignorancia, sino la voluntad de ignorar. Pensar es peligroso cuando uno ha convertido su sensibilidad en una marca personal. Porque pensar implica matizar, y matizar desluce la indignación. Así, se puede llorar por los niños palestinos —sin detenerse a considerar por qué sus líderes los convierten en escudos humanos— y al mismo tiempo ignorar a las niñas yazidíes, a los homosexuales ejecutados en Irán, o a los israelíes masacrados el 7 de Octubre. Esa fecha ya no se menciona. Molesta. Complica la narrativa. Rompe la imagen de víctima única. Israel no tiene derecho a ser víctima, solo verdugo.
"El centro se acomoda al extremismo con la esperanza de sobrevivir, y siempre, siempre, acaba devorado por él".
Esta sensibilidad selectiva no es un accidente. Es ideología. En el colmo del absurdo, la nueva izquierda cultural ha elevado la causa palestina a tótem de su visión anticolonial. Obviando que los judíos son un pueblo autóctono de la región, los supuestamente laicos igualitarios abrazan narrativas de grupos terroristas religiosos y radicales que niegan derechos a mujeres y minorías varias. Pero lo más grave no es la virulencia de los activistas radicales. Lo devastador es la traición de quienes deberían resistirse a ese reduccionismo: los moderados, los centristas, los que se llaman racionales. Han preferido rendirse a la corriente antes que enfrentarla. Callan, y con su silencio legitiman la mentira.
Hay miedo. Miedo a salirse del guion, a pensar distinto, a alzar la voz para denunciar que el emperador está desnudo. Por eso muchos optan por la neutralidad performativa: dicen condenar la violencia "en ambos lados", pero solo protestan contra uno. Y mientras tanto, quienes deberían levantar la voz para defender el matiz, la historia, el derecho internacional, prefieren conservar su asiento en la mesa de los "respetables". Se repite el patrón: el centro se acomoda al extremismo con la esperanza de sobrevivir. Y siempre, siempre, acaba devorado por él.
Israel, hoy, es más que un Estado. Es un símbolo. Simboliza la resistencia de una civilización que aún cree en la defensa propia, en el derecho a existir, en la identidad sin culpa. Por eso se le exige una pureza inalcanzable mientras se disculpa todo en sus enemigos. Se le niega el derecho a cometer errores, mientras se normalizan los crímenes de quienes juran destruirla. No se le perdona lo que es, no lo que hace. Porque si Israel puede defenderse, entonces tal vez otros países también puedan. Y eso pone en riesgo el dogma de la culpa eterna que tanto rédito da en las democracias decadentes.

Opinión
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Quien piense que esto va solo de Israel se equivoca. Va del tipo de sociedad que queremos ser. Una que se enfrenta al totalitarismo emocional o una que lo aplaude mientras destruye los pilares de la razón. Porque lo que está en juego no es el destino de un Estado lejano, sino la posibilidad misma de sostener una cultura que valore la verdad sobre la histeria, los principios sobre las apariencias.
No se trata de justificar todo lo que hace Israel. Ni de ignorar el sufrimiento de los civiles palestinos. Se trata de entender de dónde viene el conflicto, quién lo perpetúa, quién lo instrumentaliza. Y, sobre todo, de dejar de exigirle a una democracia rodeada de teocracias y milicias que sea más perfecta que nosotros mismos.
Hoy, el juicio moral que se emite sobre Israel dice más sobre el emisor que sobre el país juzgado. Y lo que revela es un Occidente que ha perdido el rumbo, que ya no distingue entre verdad y relato, entre crítica legítima y odio justificado. Un Occidente que ha cambiado la responsabilidad por el aplauso, el pensamiento por el postureo.
Israel aguanta. Mientras, los moderados occidentales parecen querer hacen eco a esa frase atribuida al obispo Bossuet: "Dios se ríe de los hombres que deploran los efectos cuyas causas aprecian".